JHIN, EL VIRTUOSO

El arte requiere cierta... crueldad


Khada Jhin, un meticuloso criminal psicópata que entiende el asesinato como arte, ha sembrado el caos en la región de Jonia. Una vez encerrado, fue liberado para ser usado como una herramienta de terroraunque... ¿es el futuro que tiene pensado tener Jhin?.

EL HOMBRE CON EL BASTÓN DE ACERO
Uno.
El arma en sus manos era una herramienta simple, pero forjada a la perfección. Letras de oro relucían engastadas en el verde metal ennegrecido. Era la firma del herrero: un detalle que revelaba el orgullo y la confianza de su creador. No era un arma piltovana, uno de esos trastos llamativos que intentaban funcionar con la minúscula cantidad de magia disponible en esa tierra. Esta arma había sido fabricada por un maestro artesano. La magia latía en su corazón de bronce jonio.
Limpió la culata del arma por cuarta vez. No podía estar seguro hasta haberla limpiado cuatro veces. No importaba que no la hubiera usado. No importaba que solo la fuera a guardar en la funda bajo la cama. No podía apartarse de ella hasta asegurarse de que estuviera limpia y no podía estar seguro hasta haberla limpiado cuatro veces. Sin embargo, iba por buen camino. Con cuatro veces conseguía dejarla limpia.
Estaba limpia y era maravillosa. Sus nuevos patrones habían sido generosos. ¿Acaso los mejores pintores no merecen los mejores pinceles?
El tamaño y la precisión del nuevo artilugio hacía que todo su trabajo anterior con cuchillas pareciese insignificante. Le había llevado semanas de estudio entender el mecanismo de las armas de fuego, pero evolucionar sus técnicas de ki con la espada le había llevado meses.
El arma tenía cuatro balas. Cada bala estaba impregnada de energía mágica. Cada bala era tan perfecta como la hoja de un monje de Lassilan. Cada bala era la pintura que hacía fluir su arte. Cada bala era en sí una obra maestra. No solo atravesaban el cuerpo. Lo reorganizaban.
El potencial del arma quedó demostrado durante su ensayo en la aldea del molino. Y sus nuevos empleados quedaron satisfechos con la acogida de su obra.
Había terminado de pulirla, pero con el arma en su mano derecha, la tentación era demasiado grande. Sabía que no debía, pero sacó el traje de una pieza de piel de anguila. Acarició la suave superficie de la prenda con la punta de los dedos de su mano izquierda. El tacto aceitoso de la superficie de la piel hizo que se le acelerara el puldso. Cogió la máscara de cuero ceñida e, incapaz de contenerse, se la puso sobre el rostro. Le cubría la boca y el ojo derecho. Oprimía su respiración y limitaba su percepción de la profundidad…
Maravilloso.
Se estaba colocando la armadura en el hombro cuando sonaron las campanas escondidas en los peldaños que conducían a su cuarto. Desmontó rápidamente el arma y se quitó la máscara.
—¿Hola? —preguntó la sirvienta al otro lado de la puerta. Su acento revelaba que era originaria de tierras lejanas al sur de la ciudad.
—¿Has hecho lo que te pedí? —preguntó.
—Sí, señor. Un farol blanco cada cuatro metros. Un farol rojo cada dieciséis.
—Entonces, puedo empezar —dijo Khada Jhin mientras abría la puerta de la habitación.
La mujer abrió los ojos de par en par cuando lo vio salir. Jhin era perfectamente consciente de su aspecto. Normalmente eso le hacía sentir pinchazos de aversión hacia sí mismo, pero hoy era el día de la actuación.
En esta ocasión, Khada Jhin era una figura esbelta y elegante que se dirigía hacia el exterior con un bastón. Caminaba encorvado, y la capa parecía ocultar una deformidad en la espalda, pero sus zancadas desenvueltas lo disimulaban. El bastón marcaba enérgicamente el ritmo de sus pasos mientras se dirigía hacia la ventana. Golpeó rítmicamente el marco, tres veces y finalmente, una cuarta vez. El oro centelleaba, su capa color crema ondeaba y sus joyas brillaban con el sol.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó la sirvienta señalando al hombro de Jhin.
Jhin se detuvo por un momento para estudiar la cara angelical de la mujer. Era redonda, y perfectamente simétrica. Un diseño simple y predecible. Una vez retirada, sería una máscara espantosa.
—Es para el crescendo, querida —respondió Khada Jhin.
Desde la ventana de la posada se apreciaba una vista clara de la ciudad en el valle de más abajo. Su actuación tenía que ser fabulosa, pero aún quedaba mucho trabajo por hacer. El concejal regresaría al atardecer y, hasta ahora, todos los planes de Jhin para esta noche parecían… faltos de inspiración.
—He traído algunas flores para la habitación —dijo la mujer mientras pasaba a su lado.
Podía haber utilizado a otra persona para colocar los faroles. Pero no lo hizo. Podía haberse cambiado de ropa antes de abrir la puerta. Pero no lo hizo. Ahora, ella había visto a Khada Jhin con sus mejores galas.
La inspiración que necesitaba se había hecho evidente. Tan predeterminada. Nunca había elección. No se podía huir del Arte.
Tendría que hacer que el rostro de la criada fuera… más interesante.
Dos.
El cerdo endulzado relucía en el caldo de cinco sabores. El aroma embelesaba a Shen, pero dejó su cuchara a un lado. Sonrió y asintió en señal de aprobación mientras la camarera se alejaba. La grasa aún tenía que fundirse en el caldo. La sopa era sin duda excelente, pero en unos instantes, el aroma estaría en su mejor momento. Paciencia.
Shen examinó el interior de la posada Risco Blanco. Exhibía una simpleza y una rusticidad engañosas. Los madereros habían eliminado la corteza y las hojas vivas con maestría, solamente en los lugares necesarios.
La vela en la mesa de Shen titiló… de un modo extraño. Se apartó de la mesa y sacó las espadas ocultas bajo su capa.
—Tus estudiantes son tan sigilosos como una wórax encinta—dijo.
Zed entró en la posada. Iba solo, vestido como un mercader. Pasó rozando a la camarera y se sentó a tres mesas de distancia de Shen. Cada fibra de su ser le exigía lanzarse a por su enemigo, vengar a su padre. Pero aquella no era la senda del crepúsculo. Se calmó, percatándose de que estaba demasiado lejos… aunque fuera apenas por unos centímetros.
Shen observó a Zed, esperando verlo sonreír. Pero, en su lugar, Zed lanzó un suspiro. Su piel estaba amarillenta y sus ojeras eran pliegues oscuros.
—He esperado años —dijo Shen.
—¿He calculado mal la distancia? —el cansancio se reflejaba en la voz de Zed.
—Incluso si me cortas la cabeza, te alcanzaré con mi ataque —aseguró Shen al mismo tiempo que retiraba el pie y lo aseguraba firmemente contra el suelo. Zed se encontraba exactamente a diez pasos y un centímetro de distancia.
—Tu camino está más cerca del mío. Los ideales de tu padre eran su punto débil. Jonia ya no podía permitírselo —añadió Zed. Se inclinó hacia atrás con su silla, manteniéndose fuera del alcance que Shen necesitaría para asestar un golpe mortal—. Sé que no está en mi mano conseguir que lo entiendas. Pero te ofreceré la posibilidad de vengarte.
Shen avanzó un centímetro hacia el borde de la silla.
—No es venganza lo que busco. Eres una amenaza para el equilibrio. Por ese motivo, estás condenado.
—El demonio dorado ha escapado —declaró Zed simplemente.
—Imposible —respondió Shen, sintiendo que un vacío anidaba en su pecho.
—La mayor victoria de tu padre. Y ahora, de nuevo, su estúpida misericordia ha mancillado su legado —Zed meneó la cabeza—. Sabes perfectamente de lo que es capaz esa… cosa —Zed se inclinó sobre la mesa con el cuello expuesto intencionadamente al alcance de Shen—. Y sabes que somos los dos únicos capaces de acercarnos a él lo suficiente como para detenerlo.
Shen recordó la primera vez que vio el cuerpo de alguien asesinado por Khada Jhin. Un escalofrío le recorrió la piel, su mandíbula se tensó. Solamente su padre habría tenido la fuerza suficiente para creer en una justicia piadosa en aquel moemento.
Ese día, algo cambió en el interior de Shen. Y en Zed, algo se rompió.
Aquel monstruo había regresado.
Shen puso las espadas sobre la mesa. Su mirada descendió hacia el perfecto bol de sopa que descansaba frente a él. Pequeñas gotas de la grasa del cerdo brillaban en la superficie, pero había perdido el apetito.
Tres.



Todavía no había ni rastro de Zed. Era decepcionante. Muy decepcionante. Estaba claro que había salido en busca de su antiguo amigo. Era probable que Zed estuviera escondido, vigilando. Tenía que ser precavido.
Jhin volvió a observar el barco extranjero desde el muelle. La marea estaba alta y el barco zarparía dentro de poco. Tendría que regresar pronto si quería actuar en Zaun el mes siguiente. Un riesgo tras otro.
Se detuvo a observar su reflejo en un charco. Desde el agua, un anciano mercader con gesto preocupado le devolvió la mirada. Años de práctica actuando en combinación con su entrenamiento marcial le habían hecho tener un control absoluto sobre sus músculos faciales. Era un rostro corriente y lo había dotado de una expresión ordinaria. Mientras ascendía la colina, Jhin se fundió fácilmente entre la multitud.
Comprobó los faroles blancos que pendían sobre él, contando las distancias. Los necesitaría si Zed hacía acto de presencia. Desde la posada en lo alto de la colina, miró fugazmente a las macetas donde había escondido trampas. Afiladas cuchillas de acero con forma de flor. Protegían su ruta de escape en caso de que algo saliese mal.
Pensó en cómo el metal atravesaría a la multitud y salpicaría de sangre los muros recién pintados de verde azulado del edificio. Era tentador.
Se abría paso entre la multitud cuando escuchó al anciano de la aldea hablando con Shen.
—¿Por qué iba el demonio a atacarla a ella y al concejal? —preguntó el anciano.
Shen, que iba vestido con su atuendo azul, no respondió.
Otra de los Kinkou, una joven llamada Akali, se situó junto a Shen. Caminó hasta el umbral de la posada.
—No —dijo Shen mientras le impedía el paso.
—¿Qué te hace pensar que no estoy preparada? —exigió saber Akali.
—Yo no lo estaba cuando tenía tu edad.
En ese instante, un guardia del pueblo trastabilló desde la entrada, su cara estaba pálida y macilenta.
—Su carne, era… era… —dio unos pocos pasos y, finalmente, se derrumbó en el suelo, conmocionado.
Al otro lado de la posada, el tabernero se reía. Entonces, comenzó a llorar con la cara inundada por la locura.
—La ha visto. ¡Ha visto la flor!
No eran la clase de personas que podían olvidar haber visto la obra de Khada Jhin.
Shen escrutó los rostros de los espectadores.
—Chico listo —pensó Jhin antes de desvanecerse en la parte de atrás de la muchedumbre.
Comprobó los tejados en busca de Zed mientras caminaba de vuelta hacia el barco.
El trabajo era ineludible. Juntos o por separado, Zed y Shen seguirían las pistas que había dejado. Las seguirían hasta el festival floral. Hasta el paso de Jyom. Y cuando estuvieran desesperados, entonces tendrían que volver a trabajar juntos.
Sería otra vez como cuando eran jóvenes. Compartirían el asombro y el miedo.
Solo entonces, el gran Khada Jhin se revelaría ante ellos…
Y comenzaría su auténtica obra maestra.
Cuatro.

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