IRELIA, LA DANZA DE LAS CUCHILLAS
Hubo un tiempo en el que danzaba solo para mí. Ahora danzo por las Tierras Primigenias
Irelia, maestra de la danza de las cuchillas, lideró una resistencia contra la invasión noxiana en Jonia. Aunque la guerra acabó con su victoria, ahora se enfrenta a la división de su tierra.
UN NOMBRE MANCHADO
—¡Yo creía en ti, Danza de las Cuchillas! —dijo el hombre en un grito ahogado, con los labios ensangrentados—. Nos enseñaste el camino…
Irelia mantuvo la compostura. Miró al devoto de la hermandad arrodillado en el barro. Lo acababa de atravesar una y otra vez con sus cuchillas.
—Podríamos haber sido poderosos... Juntos como un solo pueblo...
—Ese no es el camino del espíritu —contestó ella.— Si eso es lo que crees, te equivocas.
El hombre había ido a la aldea esperando el momento perfecto para llevar a cabo su plan. Pero era torpe y penoso. Irelia había danzado a su alrededor con facilidad.
Estaba decidido a matarla. Lo peor es que él no era el primero. Ahora las cuchillas de Irelia rondaban sus hombros, meciéndose al son del elegante movimiento circular de sus manos. Un simple gesto y todo acabaría.
El hombre escupió sangre en el suelo. Sus ojos desprendían odio. —Si tú no lideras Navori, la Hermandad lo hará.
Y acto seguido hizo el débil intento de clavarle su puñal. El hombre no iba a rendirse aún a costa de su vida.
—Creía en ti —repitió él—. Todos los hacíamos.
Ella suspiró.
—Nunca os pedí que lo hicierais. Lo siento.
Irelia, cuyas extremidades fluían flexiblemente alrededor de su cuerpo, dio vueltas hasta quedarse a un lado, lo que provocó que las cuchillas salieran lanzadas formando un arco letal. Le atravesaron la carne limpiamente, tanto como un acto de compasión como de defensa propia.
Un simple giro y un paso elegante hicieron que las cuchillas, con los filos manchados de sangre, volvieran a ella. El cuerpo inerte del hombre cayó hacia delante.
—Que el espíritu te traiga paz —dijo Irelia.
Regresó al campamento con una gran carga sobre su conciencia. Cuando por fin estaba en la privacidad de su tienda, soltó un largo y tenso suspiro y se dejó caer sobre su esterilla.
Cerró los ojos.
—Padre —susurró—. He vuelto a mancillar el honor de la familia. Perdóname.
Irelia esparció sus cuchillas ante ella. Como la propia Jonia, eran trozos rotos de algo que antes había sido mucho mejor y que ahora servían a fines violentos. Vertió agua en un pequeño cuenco de madera y mojó un trapo en él. El mero acto de limpiar las cuchillas se había convertido en un ritual, uno que ella se sentía obligada a realizar tras cada una de sus luchas.
El agua se iba tiñendo de rojo en el proceso. Pero bajo la sangre fresca, el metal tenía manchas mucho más oscuras y antiguas que nunca parecían desaparecer completamente.
Era la sangre de los suyos. La sangre de la propia Navori.
Absorta en sus pensamientos, comenzó a deslizar las cuchillas, formando poco a poco el emblema de su familia. Sus tres símbolos aparecieron ante ella resquebrajados. Representaban el nombre de los Xan, su provincia natal y las Tierras Primigenias, todos en armonía. Sus ancestros siempre habían vivido según las enseñanzas de Karma. No le hacían daño a nadie, independientemente de las circunstancias.
Y ahora su sello y su emblema se habían convertido en armas con innumerables muertes a sus espaldas.
Pudo sentir cómo las miradas de sus hermanos se clavaban en ella. Incluso en su descanso eterno, al unísono con el espíritu de Jonia, temía ganarse su decepción y su rencor. Vio también a su querida abuela sollozando destrozada, devastada por cada asesinato...
En diversas ocasiones, ese pensamiento había hecho llorar a Irelia más que ningún otro.
Sus cuchillas nunca estarían limpias. Lo sabía de sobra pero, aun así, haría lo correcto por aquellos a los que había hecho daño.
Se cruzó con muchos de sus discípulos cuando se dirigía al cementerio. Aunque en Irelia veían a una líder, ahora más que nunca, ella reconoció a muy pocos. Cada invierno, las caras le eran menos familiares, ya que a los últimos luchadores de la vieja resistencia les fueron sustituyendo otros más asiduos. Provenían de provincias lejanas y de ciudades de las que nunca había oído hablar.
Incluso así, se detenía frecuentemente a devolver los saludos y reverencias que le hacían de mala gana, y rechazaba que la ayudaran a arrastrar el cuerpo cubierto del atacante muerto por el camino.
Irelia encontró un hoyo abierto bajo las ramas de un árbol repleto de flores, lo dejó con cuidado en el suelo y se unió al duelo de viudas y viudos, de hijas e hijos huérfanos.
—Sé que no es fácil —dijo colocando una mano sobre un hombre que estaba arrodillado frente a un par de tumbas recién cavadas en señal de consuelo—, pero cada vida y cada muerte forman parte de...
Él apartó su mano de un golpe y la miró fijamente hasta que ella se fue.
—Era necesario —se dijo murmurando a sí misma a medida que se preparaba para ponerse a cavar, aunque sin llegar a creerse del todo sus propias palabras—. Todo esnecesario. La hermandad controlaría esta tierra con mano de hierro. No sería muy diferente de Noxus…
Su mirada se posó en una anciana que estaba sentada sobre un taburete de madera a los pies del árbol cantando un débil lamento. Ríos de lágrimas se habían secado en su cara. Vestía de forma sencilla y una de sus manos descansaba sobre una lápida que tenía a su lado. Estaba decorada con una ofrenda de comida para los fallecidos.
Para sorpresa de Irelia, la mujer dejó de cantar de repente.
—¿Nos brindas tu compañía un rato, hija de los Xan? —dijo—. Por aquí ya no queda mucho sitio. Pero cualquier amigo tuyo es también amigo nuestro.
—No conocía a este hombre, pero gracias. Se merecía mejor vida que la que tuvo.
Irelia dio un paso vacilante y se acercó.
—Cantabas una de las antiguas canciones.
—Me ayuda a mantener la mente alejada de las cosas malas —dijo la anciana mientras aplastaba un poco de tierra de la tumba—. Este es mi sobrino.
—Lo... Lo siento mucho.
—Estoy segura de que hiciste todo lo que pudiste. Además, todo forma parte del camino del espíritu, ¿sabes?
Su amabilidad había hecho que Irelia se sintiera muy a gusto.
—A veces no lo sé —confesó ella.
La anciana se incorporó esperando más. Irelia prosiguió y expresó las dudas que la atormentaban desde hacía tiempo.
—A veces… me pregunto si fui yo quien acabó con nuestra paz.
—¿Acabar con nuestra paz?
—Cuando nos invadió Noxus. Quizás perdimos algo al contraatacar que nunca seremos capaces de restaurar.
La mujer se puso de pie, intentando en vano abrir una nuez enorme.
—Me acuerdo perfectamente de la paz, pequeña —dijo apuntando a Irelia con un dedo arrugado y protuberante—. ¡Qué tiempos aquellos! Nadie echa más de menos la paz que yo.
Sacó una navaja de su cinturón y la usó para hacer palanca e intentar abrir la cáscara de la nuez.
—Pero ahora el mundo es un lugar diferente. Lo que antes funcionaba, ahora no. De nada sirve obsesionarse con eso.
Finalmente, la cáscara se rompió y la anciana colocó el fruto partido en un cuenco que había en la tumba.
—¿Lo ves? Antes podía abrirlas con mis propias manos y ahora necesito una navaja. Mi yo más joven se habría desesperado y habría roto la nuez así. Pero esa yo no importa, porque no es ella la que tiene que vivir en el presente. La anciana asintió amablemente y después volvió a entonar su canto.
—¿Lo ves? Antes podía abrirlas con mis propias manos y ahora necesito una navaja. Mi yo más joven se habría desesperado y habría roto la nuez así. Pero esa yo no importa, porque no es ella la que tiene que vivir en el presente. La anciana asintió amablemente y después volvió a entonar su canto.
Por primera vez en mucho tiempo, Irelia sonrió. En su mochila, enrolladas en una tela protectora, estaban las cuchillas que a su vez eran añicos del emblema de su familia. Sabía que nunca volverían a estar limpias ni enteras.
Pero siempre estaban preparadas y eso tendría que bastar.
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